Supongo que si uno lleva tres días en la política pensará que los mítines sirven de algo. Es decir, que valorará como gran éxito la masiva comparecencia de tus más fanáticos seguidores, los menos críticos a la par que ociosos, esos que siempre están dispuestos a aplaudir al “jefe” diga éste lo que diga.
Desde la experiencia, desde los múltiples traslados en autobús a seguir a mi compañero candidato, o secretario general, o coordinador nacional del partido puedo afirmar sin temor a equivocarme que un “multitudinario mitin” no significa absolutamente nada ni en términos de apoyo popular ni, muchísimo menos, en el ámbito de las propuestas o el aporte de ideas.
Los militantes acuden animados por el espíritu gregario que les empuja a gritar al unísono y jalear y espolear a cualquier personaje, incluidos perdedores seculares como Rajoy y Arenas, sin emitir el más mínimo sonido discrepante, crítico o tan siquiera inquisitivo respecto a programas, ideas o equipos de trabajo.
La euforia de los propios no aporta ningún valor extra ni a las candidaturas ni a las propuestas políticas de los candidatos, teniendo un valor exclusivamente íntimo que puede elevar la autoestima, o desatado ego, del político novato. Los profesionales conocen a casi todos los asistentes a los mítines. Los mismos de pueblo en pueblo, de autobús en autobús, en romerías diseñadas por la poderosa estructura organizativa y económica de los grandes partidos.
La cuestión más importante, y lo saben todos, es el impacto en la opinión pública de estos actos. Ahí, los medios de comunicación juegan un efecto imprescindible que puede ser perverso si se camufla la verdad de actos tan inocentes. Por ejemplo, me gustaría conocer cuál es el criterio, científico a ser posible, que siguió la edición digital de este periódico a la hora de contar los asistentes al último mitin celebrado en Estepona. La verdad, me cuesta mucho creerme aquellos números que daba la prensa de Franco cuando de la Plaza de Oriente se trataba. Y aunque los paralelismos sean muchos preferiría enterrarlos a revivirlos.
Desde la experiencia, desde los múltiples traslados en autobús a seguir a mi compañero candidato, o secretario general, o coordinador nacional del partido puedo afirmar sin temor a equivocarme que un “multitudinario mitin” no significa absolutamente nada ni en términos de apoyo popular ni, muchísimo menos, en el ámbito de las propuestas o el aporte de ideas.
Los militantes acuden animados por el espíritu gregario que les empuja a gritar al unísono y jalear y espolear a cualquier personaje, incluidos perdedores seculares como Rajoy y Arenas, sin emitir el más mínimo sonido discrepante, crítico o tan siquiera inquisitivo respecto a programas, ideas o equipos de trabajo.
La euforia de los propios no aporta ningún valor extra ni a las candidaturas ni a las propuestas políticas de los candidatos, teniendo un valor exclusivamente íntimo que puede elevar la autoestima, o desatado ego, del político novato. Los profesionales conocen a casi todos los asistentes a los mítines. Los mismos de pueblo en pueblo, de autobús en autobús, en romerías diseñadas por la poderosa estructura organizativa y económica de los grandes partidos.
La cuestión más importante, y lo saben todos, es el impacto en la opinión pública de estos actos. Ahí, los medios de comunicación juegan un efecto imprescindible que puede ser perverso si se camufla la verdad de actos tan inocentes. Por ejemplo, me gustaría conocer cuál es el criterio, científico a ser posible, que siguió la edición digital de este periódico a la hora de contar los asistentes al último mitin celebrado en Estepona. La verdad, me cuesta mucho creerme aquellos números que daba la prensa de Franco cuando de la Plaza de Oriente se trataba. Y aunque los paralelismos sean muchos preferiría enterrarlos a revivirlos.
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