Dicen por ahí que estos años de constitución nos han dejado, entre otras cosas, la democratización de las instituciones más proclives al régimen anterior. La Judicatura y las Fuerzas de Seguridad del Estado son ahora fuertes bastiones democráticos sobre los que cabalga victorioso el Estado de Derecho.
Sin embargo, es fácil observar cómo esa afirmación de democráticos principios es tan frágil después de treinta años de monarquía liberal como en los primeros momentos de la transición.
El Tribunal Supremo se descuelga frecuentemente con sentencias atentatorias contra los derechos civiles de forma desvergonzada, y sus miembros, alguno de ellos provenientes de tribunales franquistas como el T.O.P no se cortan un pelo cuando con el crucifijo golpean sobre las libertades.
Las reiteradas sentencias contra Bildu y Amaiur, alguna de ellas enmendada afortunadamente por el Tribunal Supremo, o la más reciente persecución contra Garzón son muestras de su discrecionalidad y su tendenciosa significación política con la más rancia derecha española. Hay que recordar que Garzón, un personaje que no cuenta con mi devoción precisamente, ha sido un fiel aliado del Estado hasta que cometió la imprudencia de perseguir los crímenes del franquismo.
Estos días, el Gobierno de la Nación en lugar de actuar con contundencia contra los que atentan contra el estado de derecho con medidas adecuadas, les acoge bajo su seno, les protege y alienta. ¿No hubiese sido más fácil expedientar al brutal policía que arrastró del pelo a una niña de catorce años?
Eligiendo claramente la represión y atacando la libertad de expresión y la libertad de manifestación, la derecha que nos gobierna insiste en mostrarnos su auténtica cara. Mucho más cercana al idolatrado líder franquista Manuel Fraga –la calle era suya- que a los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No satisfechos con controlar el Gobierno y los medios de comunicación, pretenden acallar por la fuerza cualquier atisbo de protesta. Aunque lo que se pida sea no pasar frío en clase. Lo tengo claro, ellos son el enemigo.
Sin embargo, es fácil observar cómo esa afirmación de democráticos principios es tan frágil después de treinta años de monarquía liberal como en los primeros momentos de la transición.
El Tribunal Supremo se descuelga frecuentemente con sentencias atentatorias contra los derechos civiles de forma desvergonzada, y sus miembros, alguno de ellos provenientes de tribunales franquistas como el T.O.P no se cortan un pelo cuando con el crucifijo golpean sobre las libertades.
Las reiteradas sentencias contra Bildu y Amaiur, alguna de ellas enmendada afortunadamente por el Tribunal Supremo, o la más reciente persecución contra Garzón son muestras de su discrecionalidad y su tendenciosa significación política con la más rancia derecha española. Hay que recordar que Garzón, un personaje que no cuenta con mi devoción precisamente, ha sido un fiel aliado del Estado hasta que cometió la imprudencia de perseguir los crímenes del franquismo.
Estos días, el Gobierno de la Nación en lugar de actuar con contundencia contra los que atentan contra el estado de derecho con medidas adecuadas, les acoge bajo su seno, les protege y alienta. ¿No hubiese sido más fácil expedientar al brutal policía que arrastró del pelo a una niña de catorce años?
Eligiendo claramente la represión y atacando la libertad de expresión y la libertad de manifestación, la derecha que nos gobierna insiste en mostrarnos su auténtica cara. Mucho más cercana al idolatrado líder franquista Manuel Fraga –la calle era suya- que a los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No satisfechos con controlar el Gobierno y los medios de comunicación, pretenden acallar por la fuerza cualquier atisbo de protesta. Aunque lo que se pida sea no pasar frío en clase. Lo tengo claro, ellos son el enemigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario