A un mes de la convocatoria oficial de las elecciones y a tres de su celebración, ya estamos sufriendo los ciudadanos el abuso de unas campañas publicitarias añejas, caras, absolutamente insostenibles y sospechosamente caras.
Los rostros de los candidatos de los partidos grandes e incluso el de algún partido recién nacido del que no consta ideología o programa, aunque cuenta con la foto de su líder y único militante conocido, nos asaltan ya por la ciudad y sus carreteras.
Uno, que reconoce haber colocado su imagen en las paredes aunque de forma mucho más discreta, no entiende el afán por la propia cara. Ni creyéndome guapo, que a mi abuela seguro se lo parecía, soportaría tropezarme en cada esquina con tanto retrato en papel couché. Mucho peor debe ser encontrarte pisoteado por las calles impreso en folletos que vivieron una corta experiencia vital apoyados en el limpiaparabrisas de un coche.
Sin embargo, pese a que todo el mundo reitera que las campañas electorales deben ser novedosas y que propicien el conocimiento de los ciudadanos de los contenidos e ideas de cada partido, solo encontramos a cada paso la idolatría, el personalismo y algún que otro eslogan vacío y altisonante. Nada de imaginación y por el contrario mucho dinero gastado en papel, vallas y panfletos cada vez con menos literatura y más sonrisas photoshopeadas del “jefe”.
Porque eso es, con todo, lo peor. ¿Quién paga estas costosísimas precampañas electorales? Se podía pensar que tras el descubrimiento de la presunta financiación irregular de los partidos desvelada en el sumario de Astapa asistiríamos a una contención, a una modestia, a un aguantarse las ganas de invitar a tarta y conciertos a los ciudadanos. Pero mucho nos tememos que una vez destapada la olla de las paellas gratuitas los grandes partidos insistirán en la batalla de convencer a los ciudadanos menos responsables con su voto. Porque ese es el gran efecto perverso de las campañas electorales. Cuanto menos dices y más regalos haces, más fácil será conseguir el voto. A veces basta con un puñado de arroz.
Los rostros de los candidatos de los partidos grandes e incluso el de algún partido recién nacido del que no consta ideología o programa, aunque cuenta con la foto de su líder y único militante conocido, nos asaltan ya por la ciudad y sus carreteras.
Uno, que reconoce haber colocado su imagen en las paredes aunque de forma mucho más discreta, no entiende el afán por la propia cara. Ni creyéndome guapo, que a mi abuela seguro se lo parecía, soportaría tropezarme en cada esquina con tanto retrato en papel couché. Mucho peor debe ser encontrarte pisoteado por las calles impreso en folletos que vivieron una corta experiencia vital apoyados en el limpiaparabrisas de un coche.
Sin embargo, pese a que todo el mundo reitera que las campañas electorales deben ser novedosas y que propicien el conocimiento de los ciudadanos de los contenidos e ideas de cada partido, solo encontramos a cada paso la idolatría, el personalismo y algún que otro eslogan vacío y altisonante. Nada de imaginación y por el contrario mucho dinero gastado en papel, vallas y panfletos cada vez con menos literatura y más sonrisas photoshopeadas del “jefe”.
Porque eso es, con todo, lo peor. ¿Quién paga estas costosísimas precampañas electorales? Se podía pensar que tras el descubrimiento de la presunta financiación irregular de los partidos desvelada en el sumario de Astapa asistiríamos a una contención, a una modestia, a un aguantarse las ganas de invitar a tarta y conciertos a los ciudadanos. Pero mucho nos tememos que una vez destapada la olla de las paellas gratuitas los grandes partidos insistirán en la batalla de convencer a los ciudadanos menos responsables con su voto. Porque ese es el gran efecto perverso de las campañas electorales. Cuanto menos dices y más regalos haces, más fácil será conseguir el voto. A veces basta con un puñado de arroz.
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