Si no fuera por lo triste que resulta, hasta dramático en algunos casos, lo que sucede cada semana en nuestro Ayuntamiento es de auténtica risa. El peor de los esperpentos.
Concejales que despiertan a la defensa del interés público como si se hubiesen caído de un guindo de pronto, otras que descubren que su vocación es de servicio, y no de oposición. Alcaldes que admiten a tránsfugas, derechistas o neoliberales de todo cuño y condición mientras apela a principios olvidados en el baúl de Pablo Iglesias.
Decretos absurdos que anulan absurdos acuerdos de plenarios más absurdos aún en el que absurdos discursos pronunciados por absurdos personajes que parecen extraídos de comedias de humor absurdo obtienen el respaldo de lo peor de cada casa. Incluyendo en esta categoría a chulescos expresidiarios y rancios señoritos andaluces .
Para un observador exterior la situación es de auténtica risa, un despelote constante. Lamentablemente nos tocó estar de este lado del escenario, sufriendo las carcajadas ajenas.
Esta semana tuve la oportunidad de visitar un discreto, adusto y serio pueblo castellano. Una mediana población de 20.000 habitantes alejada de las grandes urbes, del desarrollo urbanístico desaforado, de los cientos de miles de turistas y sus ingresos y del glamour de la Costa del Sol. En ese pueblo encontré calles limpias, un cuidado casco antiguo con un urbanismo respetuoso con las tradiciones locales, un teatro municipal, una nueva Casa Consistorial, una gran Casa de la Cultura y, aparentemente, un ayuntamiento ocupado en cubrir las necesidades de sus ciudadanos.
Hablando con los vecinos se quejaban de que tal o cual plaza debió ordenarse de otra forma, que era mucho lo que el ayuntamiento gastó en la vivienda del cura o lo exigentes que resultaban los arquitectos municipales cuando de fachadas y ornamentos se discutía.
Aquí pasan el tiempo preguntándose si se podrá o no cobrar a fin de mes la nómina que no todos se ganan con el sudor de su frente. Somos el mal ejemplo que cualquier ciudadano de otro municipio querría evitar.
Concejales que despiertan a la defensa del interés público como si se hubiesen caído de un guindo de pronto, otras que descubren que su vocación es de servicio, y no de oposición. Alcaldes que admiten a tránsfugas, derechistas o neoliberales de todo cuño y condición mientras apela a principios olvidados en el baúl de Pablo Iglesias.
Decretos absurdos que anulan absurdos acuerdos de plenarios más absurdos aún en el que absurdos discursos pronunciados por absurdos personajes que parecen extraídos de comedias de humor absurdo obtienen el respaldo de lo peor de cada casa. Incluyendo en esta categoría a chulescos expresidiarios y rancios señoritos andaluces .
Para un observador exterior la situación es de auténtica risa, un despelote constante. Lamentablemente nos tocó estar de este lado del escenario, sufriendo las carcajadas ajenas.
Esta semana tuve la oportunidad de visitar un discreto, adusto y serio pueblo castellano. Una mediana población de 20.000 habitantes alejada de las grandes urbes, del desarrollo urbanístico desaforado, de los cientos de miles de turistas y sus ingresos y del glamour de la Costa del Sol. En ese pueblo encontré calles limpias, un cuidado casco antiguo con un urbanismo respetuoso con las tradiciones locales, un teatro municipal, una nueva Casa Consistorial, una gran Casa de la Cultura y, aparentemente, un ayuntamiento ocupado en cubrir las necesidades de sus ciudadanos.
Hablando con los vecinos se quejaban de que tal o cual plaza debió ordenarse de otra forma, que era mucho lo que el ayuntamiento gastó en la vivienda del cura o lo exigentes que resultaban los arquitectos municipales cuando de fachadas y ornamentos se discutía.
Aquí pasan el tiempo preguntándose si se podrá o no cobrar a fin de mes la nómina que no todos se ganan con el sudor de su frente. Somos el mal ejemplo que cualquier ciudadano de otro municipio querría evitar.
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