lunes, octubre 07, 2013

Para seguir la fiesta


 

La sentencia del Caso Malaya, dada a conocer hoy mismo, se ha saldado con la absolución en muchos casos y pequeñas condenas en el resto. Oyendo las reacciones a la sentencia, tengo que alegrarme porque somos muchos los que no consideramos que no se hace justicia y que la magnanimidad que el tribunal ha derrochado con este tipo de delincuentes provoca una alarma social que este país no se merece.

Sabemos que todavía no está cerrada la vía judicial y que, aunque a esta hora no están anunciados, esperamos que la Fiscalía presente los recursos necesarios para adecuar las penas al daño causado a los vecinos de la Costa del Sol. No obstante, y aunque por parte de esa Fiscalía se consiguiese aumentar el nivel de las penas jamás se hará justicia.  De una parte porque no nos fiamos de quien exculpa a las princesas y oculta los delitos de los gobernantes. Pero sobre todo porque será imposible que los miles de trabajadores afectados por la corrupción inmobiliaria y su efecto burbuja consigan los niveles de bienestar social que se merecen y que le son históricamente arrebatados por estos golfos ahora condenados y por otros muchos que nunca aparecerán por un Juzgado.

Y será imposible salvo que los ciudadanos asumamos que vivimos en un país en el que todas las decisiones se toman por quienes pese a ostentar las más altas distinciones carecen de la mínima dignidad. Así, cualquier movimiento que el Estado aparente hacer en la dirección correcta en realidad incluye en su seno el implícito mensaje de que todo sigue atado y bien atado.

Las condenas a los cargos políticos y funcionarios del Ayuntamiento de Marbella revelan algo que a cualquier observador no dejaba ninguna duda. El GIL era una estructura criminal y su interés era exclusivamente el latrocinio de los fondos públicos. Eso sí, unas penas tan pequeñas auguran que ninguno de ellos ingresará en prisión y que todo quedará en un coscorrón del Estado hacia aquellos que un día se atrevieron a formar su banda de delincuentes al margen de lo que en el cotarro se entendía como establecido.

Y de ahí que la gran mayoría de los empresarios imputados hayan salido esta mañana con una sonrisa en la cara. Absueltos, porque sus presuntos delitos son difíciles de probar –así  se ha establecido en las leyes– y prestos para seguir alimentando las redes de corrupción política en cualquier ámbito en el que se pueda meter la mano. Incluso en los ayuntamientos de la Costa, que les  abrirán las puertas de los despachos con la misma facilidad con la que se la cierran en las narices a sus vecinos más pobres.

Hay que calificar por tanto la sentencia como una nueva victoria de este Estado injusto y criminal que siempre golpea sobre el mismo lado. Un Estado que encarcela a los que no tienen dinero para pagar abogados y que convierte en héroes sociales a los que “solo” han sido condenados a dos años, seguros de no cumplir ni un día y de no devolver ni un euro.

Porque nuestro sistema también facilita la ocultación de bienes siempre que tengas algo más que un piso hipotecado susceptible de desahucio.

No puedo estar contento por tanto, ni tan siquiera esperanzado, sino decepcionado por otra oportunidad perdida en la lucha contra la corrupción. Lo de hoy ha sido una invitación a que siga la fiesta.

Aunque, quizá porque no soy buena persona, algo me ha sacado una sonrisa: Los 3 años y 22 millones a los que ha sido condenado el socio y amigo de nuestro Notario. Sabemos que Juan Germán Hoffman, hijo de un dirigente nazi, obviará la cárcel como todos los demás, pero… ¿le retirará el saludo el dignísimo García Urbano?
 

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