Publicado en Estepona Press en septiembre de 2018
Acaba de terminar agosto y con él, como cada año, se repite la rutina que tan bien conocemos los habitantes de municipios turísticos. Cada vez menos visitantes, menos lenguas y acentos extraños a nuestro andaluz por las calles, las terrazas de los bares y restaurantes van tornándose lugares tranquilos y nuestras playas encaran el mejor momento de la temporada para disfrutar de sus reconfortantes baños. También, y no menos advertido por todos los locales, ahora es casi posible encontrar aparcamiento.
Y todo lo anterior –el final del verano… llegó, melancolía de los días cada vez más cortos, aire fresco de las tardes, atardeceres augurando otoño– evoca canciones silbadas mientras se pasea en bici y a un Dúo Dinámico casi tan terrible como el de esa canción insoportable para oídos extraños a nuestro país pero que forma parte de nuestro acervo cultural heredero de la dictadura.
Con nosotros se quedan, y hasta junio del año próximo, la Guadaña del fin de contrato y el Impenitente paro estacional de los trabajadores de la hostelería. Porque eso, esteponeros, también nos lo deja el turismo veraniego.
Cierto es que algunos recordarán que también dejan fondos en multitud de pequeños empresarios, trabajadores por cuenta propia, que necesitan estos dos meses para poder aguantar el largo periodo entre veranos. Y ellos, esforzados del pequeño restaurante, la churrería, el bar de copas y la freiduría están haciendo ahora mismo cuentas que espero les sean favorables. Aunque, y luego volveré sobre la cuestión, tampoco son inocentes en la situación que hoy nos ocupa.
No me alegraré tanto de los resultados de los grandes emporios hosteleros. Exprimen al turista y a los trabajadores de temporada, engañan a ambos en muchos casos, y repatrían los beneficios para seguir con la misma práctica en otros lugares del globo, justo siguiendo el movimiento de traslación de la tierra.
Mientras tanto, aquí, los trabajadores se han dejado la salud en jornadas interminables, en muchos casos superiores de largo a las máximas marcadas por la ley y en un porcentaje muy alto ajenas a los periodos marcados por los contratos registrados. Si los hay. Y en esto, vecinos míos, también tendremos que colocar como responsables a esos “pequeños empresarios”, los que no pueden especular con valores en bolsa ni pertenecen a multinacionales pero explotan el sudor de los demás con lo que pueden. Los que tienen un bar o un chiringuito y firman contratos de dos horas para tener metida en una cocina a una trabajadora durante catorce los meses de julio y agosto tienen su cuota de responsabilidad en la precariedad del trabajo veraniego y aunque económicamente pertenecen a clase explotada, son pobres trabajadores, sociológicamente pertenecen a la clase explotadora.
Diez, doce o catorce horas de trabajo en una cafetería es algo habitual en ese personal al que algunos nos permitimos reprochar que no sean simpáticos o que muestren poco interés por lo que hacen. Diez o doce horas por mil euros si tienen suerte, si su empresario se enrolla, un día libre a la semana si tienen suerte y el horizonte del 31 de agosto como día de descanso y comienzo de la larga travesía invernal. Ese es el mayor beneficio que la industria turística deja en nuestra ciudad.
Sin embargo el único interés de los poderes públicos utilizan el dinero de todos para fortalecer las infraestructuras destinadas a este tipo de turismo. Además del destrozo causado al litoral durante los años salvajes del urbanismo, que ahora quieren revivir, todo tiene que ser magnificado porque durante dos meses nuestra población se duplica. Todo tenemos que soportarlo entre todos y solo unos cuantos se quedan con el beneficio.
Solo hay una cosa que me impide compartir los lemas antituristas que se expanden por las grandes ciudades –Barcelona, Bilbao, Madrid, Palma–, quiero que todo el mundo conozca mi tierra, es el paraíso y me parece injusto impedir que alguien venga a disfrutarla. Eso sí, toca ponerse a trabajar para que no vengan todos a la vez, que conozcan más que bares clónicos a los de otros lugares y, sobre todo, que el reparto de los beneficios que obtengamos con su visita sea infinitamente más justo que el que ahora se realiza.
No tengo muchas esperanzas en que eso pase, vistas las ganas de todos los que nos gobiernan en acaparar cada huevo de esa gallina de oro solo para ellos mientras se ocupan en hacer creer a los trabajadores que “el verano ha sido muy bueno” cuando consiguieron echar dos meses pinchando espetos por 800 euros. Cuentan para eso con el fútbol, aderezado ahora con el nacionalismo español exacerbado, ese que convierte en enemigos a cuatro pobres manteros, al que salta la frontera de Ceuta desesperado o al chófer de VTC, sin saber que ellos también son víctimas del mismo sistema.
Porque en España, hoy también, es legal el latrocinio organizado desde el IBEX o la trata de armas con dictaduras mientras siguen en la cárcel políticos perseguidos por querer organizar una votación y chavales involucrados en una pelea de bar. Como están perseguidos los que se cagan dios, escriben en twitter o componen canciones. Y mientras siga así, desde esta columna seguiremos levantando nuestro lazo amarillo en defensa de la libertad de expresión y de acción política.